Desde que era un niño, los ojos de Ricardo «El Richie» Morales no estaban puestos en las caricaturas ni en los juguetes, sino en la carretera. Creció en un pequeño pueblo de Jalisco, a orillas de una autopista por donde desfilaban, enormes y ruidosos, los tractocamiones que nunca descansaban.

Para él, los monstruos del asfalto eran mucho más que vehículos, eran naves espaciales que llevaban sueños, mercancías y, sobre todo, la promesa de un horizonte inmenso. Su padre, un modesto agricultor, solía decirle: «Hijo, el camino es largo y duro, pero si lo sueñas con el alma, un día lo caminarás». Y Ricardo lo soñó.

En su pequeña habitación no tenía pósters de futbolistas ni de superhéroes, sino recortes de revistas de camiones: Freightliner, Kenworth, Peterbilt. Conocía sus modelos, sus motores, sus capacidades. 

Mientras sus amigos jugaban a las canicas, él dibujaba rutas imaginarias en un viejo mapa de México, calculando distancias y tiempos de entrega. Su sueño era claro, nítido: ser trailero.

Pero el camino, como decía su padre, era largo. La economía familiar era apretada. Apenas terminó la secundaria, Ricardo tuvo que empezar a trabajar en el campo para ayudar en casa. 

Las jornadas bajo el sol eran tremendas y aunque era joven, el cuerpo terminaba devastado, pero cada atardecer, al ver las luces de los tractocamiones por la carretera, renovaba su determinación. Sabía que necesitaba educación y experiencia.

Ahorró cada peso que pudo, trabajando doble turno. Por las noches, estudiaba manuales de mecánica de vehículos pesados que conseguía prestados. Aprendió sobre motores diésel, sistemas de frenos de aire, transmisiones. Su caso es particular porque este joven nació con la pasión bien definida y nunca tuvo dudas. 

Se empapó de la Ley de Caminos, reglamentos de tránsito y, lo más importante, de las normativas de seguridad. Sabía que ser un buen trailero no era solo manejar, sino entender la máquina y la ley.

Cuando cumplió los 18, su primer gran paso fue obtener su licencia de conducir tipo B. No fue fácil, ya que las clases de manejo de vehículos ligeros le parecían lentas, pues su mente ya estaba en las 18 ruedas. Pero perseveró. Luego vino el verdadero reto: la licencia federal de operador de transporte de carga.

«Necesitas experiencia, muchacho,» le dijo un viejo transportista en la central camionera de Guadalajara, al que Ricardo se acercó con humildad y con algo de pudor. «Nadie te va a dar un camión nuevo sin saber si aguantas la carretera.»

No hubo más remedio: Ricardo empezó desde abajo. Consiguió un trabajo en un taller mecánico especializado en tractocamiones. Pasó días y noches entre grasa, herramientas y el rugido de los motores. 

Aprendió a cambiar llantas gigantes, a diagnosticar fallas, a realizar mantenimiento preventivo. Los mecánicos veteranos, al ver su entusiasmo y dedicación, le enseñaron los trucos del oficio. 

«Un buen trailero sabe de mecánica, Richie,» le decía Don Chuy, el jefe de taller. «Tu camión es tu vida, y tú eres su doctor.»

Después de dos años en el taller, con los ahorros de su sueldo y un crédito bancario, Ricardo se inscribió en una de las pocas escuelas de capacitación para operadores de autotransporte de carga en el estado. 

Las clases eran intensas: simuladores de manejo, maniobras en patios, reglamentos de carga y descarga, tiempos de conducción y descanso. 

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La teoría era una cosa, pero la práctica… vaya que era otra. Las primeras veces que se sentó al volante de un tractocamión real, el tamaño y la potencia lo abrumaron. Pero su sueño era más grande que cualquier miedo.

Se esforzó como nadie. Era el primero en llegar y el último en irse. Practicaba las maniobras de reversa hasta que le salían perfectas, aprendió a acoplar y desacoplar remolques con los ojos cerrados. 

Los instructores, curtidos en mil batallas, veían en él una chispa especial, una pasión genuina que iba más allá de un simple trabajo. «Este muchacho tiene madera,» comentaban entre ellos.

Finalmente, el día llegó. Con su licencia federal en mano y el certificado de la escuela, Ricardo empezó a buscar su primera oportunidad. Fue difícil. Muchas empresas pedían años de experiencia. Pero él no se rindió. Tocó puertas, envió solicitudes, y en cada entrevista, su pasión y su conocimiento técnico brillaban.

Una pequeña empresa de transporte de carga, «Transportes El Águila», le dio la oportunidad. No era el camión más nuevo, pero era suyo. Un viejo Kenworth blanco, con algunos kilómetros encima, pero bien mantenido. 

La primera vez que se subió a la cabina como operador oficial, sintió una emoción que le hizo temblar las manos. Ajustó el asiento, miró por los espejos y encendió el motor. El rugido familiar le llenó el pecho.

Su primera ruta fue corta, de Guadalajara a León, Guanajuato, con una carga de autopartes. Cada kilómetro fue una victoria. Sentía el poder del motor bajo sus pies, la carretera extendiéndose frente a él como una alfombra infinita. No había miedo, sólo la inmensa satisfacción de estar cumpliendo su destino.

Los primeros meses fueron un aprendizaje constante. Enfrentó el tránsito pesado de las grandes ciudades, las lluvias torrenciales en la sierra, el calor abrasador del desierto. 

Aprendió a lidiar con la soledad de las noches en carretera, a encontrar los paradores seguros, a calcular los tiempos con precisión milimétrica. Hubo días difíciles, de cansancio extremo y frustración, pero cada vez que pensaba en renunciar, recordaba al niño que dibujaba camiones en un mapa.

Con el tiempo, Ricardo se convirtió en un operador respetado. Su camión, aunque ya no era el más nuevo, siempre estaba impecable, un reflejo de su profesionalismo. Se ganó la confianza de sus jefes y la admiración de sus compañeros. Era “El Richie» que siempre llegaba a tiempo, el que sabía resolver un problema mecánico en medio de la nada, el que nunca se quejaba.

Hoy, a sus 25 años, Ricardo Morales sigue recorriendo las carreteras de México. Su Freightliner, ahora sí, es un modelo reciente, reluciente y poderoso. Ya no dibuja rutas en mapas de papel, sino que las optimiza con aplicaciones de última generación en su tablet. Pero la emoción de ver el horizonte infinito, el sol saliendo o poniéndose sobre el asfalto, sigue siendo la misma. 

Ha cumplido su sueño y, en cada viaje, lleva consigo no sólo la carga, sino la prueba de que con esfuerzo y pasión, cualquier camino, por largo y duro que sea, puede ser conquistado. La carretera, para Ricardo, ya no era solo un sueño; era su vida, su vocación, su horizonte prometido.

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